«Emoción, esa palabra tan común, tan cercana, tan clara y, al mismo tiempo, tan difusa y tan lejana, tan difícil de definir. Podríamos decir que es esa energía interna que nos mueve, nos alerta, que enfoca nuestra atención , dirige el pensamiento y orienta nuestra conducta pero, sobre todo, es el lenguaje que nos une, no sólo como humanos, sino como animales.»
Sería recomendable, antes de hablar de las emociones, tener claro lo que son, tener una definición común a la que poder agarrarnos y sobre la que disertar concreta y específicamente. Sin embargo, por el momento no será posible. Si decidimos preguntar a diferentes personas si pueden definirnos lo que son las emociones, encontraremos que hay tantas definiciones como formas de vivenciarlas. Ni siquiera en el mundo académico, donde los términos emoción, afecto y sentimiento, se separan, entremezclan y solapan, podremos encontrar mayor claridad y consenso. Dejemos pues la definición de emoción en manos de quienes la experiencian y pasemos a explorar el papel que las emociones juegan en nuestras vidas.
En primer lugar, recordemos que somos herederos de Descartes, seguimos separando mente y cuerpo, pensando que la razón es la habilidad suprema de la humanidad, lo que nos hace existir. No sólo creemos que la capacidad cognitiva nos distingue y hace únicos frente al resto de animales, sino que solemos situarnos por encima, viéndonos superiores. Ante tal auge antropocéntrico de la razón, las emociones han permanecido hasta ahora en un segundo plano, fuera de foco, simplificadas en forma de pasiones relativas al cuerpo, fieras que la mente virtuosa debía de domar. Tanto es así que, las emociones se han llegado a contraponer a la razón, equiparando ser emotivo con ser irracional. Fue Darwin quien vino a recordarnos que las emociones no son racionales o irracionales, son adaptativas.
Decimos que las emociones son adaptativas porque tenerlas supone una ventaja para nuestra supervivencia frente a no tenerlas. La emoción es un sistema biológicamente más antiguo que la cognición, más básico, que está perfectamente preparado para detectar y responder con rapidez ante cualquier evento significativo. Aunque, desde un punto de vista evolutivo, toda emoción es positiva, solemos establecer una diferencia entre emociones positivas (que nos resultan placenteras) y emociones negativas (que no nos resultan placenteras). Las emociones positivas, como la curiosidad, el amor o la alegría, nos mantienen abiertos a la experiencia, favorecen la exploración proactiva del entorno, la comunicación y las relaciones sociales y, al mismo tiempo, nos incitan a llevar a cabo conductas satisfactorias que nos acerquen a la felicidad. Por otro lado, las emociones negativas como el miedo y el enfado nos informan de la existencia de un peligro y nos preparan para escapar o hacerle frente; otras, como la tristeza, nos informan de que hemos perdido algo que considerábamos valioso y nos invitan a la pausa y al recogimiento. Las emociones son una valiosa fuente de información, dirigen nuestros recursos atencionales hacia lo que en cada momento es más importante, orientando así nuestra cognición para pensar posibles soluciones, tomar decisiones y poner en marcha las conductas que sean necesarias en cada caso.
Otra interesante función de las emociones es su aspecto social. La expresión de las emociones permite, a quienes nos rodean, comprender qué nos está pasando en cada momento, cómo estamos viviendo las situaciones y qué necesidades tenemos. De esta manera las emociones establecen pautas que ayudan a regular las interacciones interpersonales. Si el llanto comunica nuestra tristeza y nuestra necesidad de cuidado y cariño, la risa indica que nos sentimos a gusto y dispuestos a compartir nuestro tiempo con el resto.
La risa y el llanto no son las únicas formas de expresión emocional, de hecho, todo nuestro cuerpo comunica lo que estamos sintiendo. Pero si hay una parte del cuerpo que expresa con gran claridad nuestras emociones, esa es el rostro. El psicólogo Paul Ekman, que se ha dedicado durante décadas al estudio de la expresión facial de las emociones a través de diferentes culturas, encontró que al menos existen seis emociones cuya expresión facial es similar e identificable en todos los grupos humanos. Este hallazgo indicaría que, mientras que otras emociones son construcciones culturales, la ira, el asco, el miedo, la sorpresa, la tristeza y la alegría, serían emociones universales compartidas por toda la humanidad. La universalidad de estas seis emociones resulta una gran ventaja a la hora de establecer relaciones entre grupos e individuos humanos que hablan idiomas distintos y desconocidos.
Además de todas estas funciones, es importante destacar que la forma en la que entendemos y gestionamos las emociones influye directamente en nuestra salud. Y no sólo en nuestra salud psicológica, sino también en nuestra salud física. James Gross, director del laboratorio de investigación Psicofisiológica de la Universidad de Stanford, ha estudiado y comparado dos estrategias de regulación emocional que comúnmente utilizamos en el día a día: la supresión expresiva y la reevaluación cognitiva. Lo que Gross encontró es que las personas que tienden a utilizar la supresión expresiva, aquellas que al experimentar una emoción inhiben su expresión, tienen más riesgo de desarrollar problemas cardiovasculares, dificultan las relaciones sociales interrumpiendo la comunicación, limitan el desarrollo de vínculos sociales y realizan un gasto mayor de recursos cognitivos y fisiológicos. Por otro lado, se encontró que quienes tienden a utilizar más la reevaluación cognitiva, aquellos que modifican la manera en que una situación les afecta buscando una nueva forma de entenderla (algo así como “quitarle hierro al asunto” o “buscar el lado positivo de las cosas”), reducen el disgusto que supone experienciar las emociones negativas sin coartar la expresión de las emociones positivas y sin los costes fisiológicos, cognitivos y sociales de la supresión expresiva. En otras palabras, callar lo que sentimos ocupa nuestra mente, generando tensiones internas y estrés, mientras que analizar de nuevo una situación en busca de puntos de vista más positivos cambia la forma en la que sentimos una situación, es decir, la forma en la que nos afecta. Podemos entender esto mejor con un sencillo ejemplo: imaginemos que vamos caminando por la calle y de repente nos cruzarnos con nuestra amiga María que, en lugar de pararse a saludar, sigue caminando como si nada. Como queríamos saludar, necesitábamos su atención, esperábamos que nos viera y se parase también a saludar, pero ella siguió hacia delante sin decir nada y sin cumplir nuestra expectativa. La primera emoción que aparece es la frustración, que poco a poco nos conduce a la indignación y pensamos que María tiene muy mala educación por no pararse a saludar. Nuestra cabeza vuela recordando todas aquellas veces que María hizo esto o aquello, convirtiéndose así la alegría que quisimos invertir en el saludo en ira y rabia contenidas. Expresar estas emociones aliviaría la tensión interna, pero también podríamos recurrir a la reevaluación cognitiva. En lugar de pensar que María es una mal educada y una descarada, podríamos pensar que a lo mejor tenía prisa y no nos ha visto, puede que ella esté estresada con algún tema laboral y familiar, que esté enfadada con nosotros o que simplemente iba despistada. Nuestra frustración da paso a la curiosidad y, como sólo María puede saber lo que pasa por su cabeza, decidimos que al llegar a casa llamaremos a María para preguntar qué tal está.
Hemos visto en el anterior ejemplo cómo a través de una habilidad psicológica podemos gestionar las emociones. Estas habilidades psicológicas que permiten regular, expresar y equilibrar nuestros sentimientos y conocer los de los otros, se engloban bajo lo que se denomina inteligencia emocional. Aunque otros autores ya habían utilizado anteriormente este concepto, fue Daniel Goleman quien se llevó la fama y popularizó el término en el año 1996. Desde entonces la emociones han ido cobrando importancia en el ámbito académico y cada año crece el número de estudios referidos a este tema. En la actualidad ya nadie duda que podemos influir en nuestros estados emocionales para encontrar un equilibrio adecuado que nos permita vivenciar diferentes circunstancias de una forma más sana y satisfactoria. Los distintos estudiosos de la emoción, como Leslie Greenberg o Antonio Damasio, abogan por reunificar las emociones y la razón, nos incitan a redescubrir la continuidad que Descartes eliminó entre la mente y el cuerpo, nos animan, pese a que en ocasiones no sea posible (como pensaba Pascal), a encontrar y entender con nuestra razón los motivos que tiene el corazón. Esto suena muy bien, pero ¿cómo se hace eso? ¿Cómo encontrar el equilibrio racio-emocional?
Lo cierto es que no existe una sola manera de entender y afrontar el mundo de las emociones, la psicología es una ciencia llena de puntos de vista tan convergentes como divergentes, siempre en función del aspecto humano en el que se centre su enfoque. Por ello vamos a aprovechar la variedad de enfoques para enumerar algunas recomendaciones, sugeridas por distintas investigaciones y experiencias terapéuticas, con el objetivo de hacernos una idea de cómo dice la psicología que podríamos afrontar nuestra vida emocional de forma más saludable .
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Reconocimiento / toma de consciencia: El primer paso para una vida emocional sana es ser conscientes, en cada situación, de que tenemos emociones. Es importante atender a nuestro cuerpo para percibir los cambios fisiológicos (propiocepción) que acompañan a la emoción y que nos dan claves para reconocerla. Igual de importante es detectar cuáles son los pensamiento asociados a esa emoción y ver si nos resultan útiles o, por el contrario, nos bloquean.
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Expresión / Catarsis: Muchas veces sabemos perfectamente lo que sentimos pero, por unas razones u otras, preferimos callarnos y guardarnos la emoción. Ya vimos que inhibir la expresión de las emociones tienen sus consecuencias negativas, pero además, perdemos las ventajas que nos aporta el compartir. Cuando expresamos nuestras emociones, ya sea hablando, llorando o riendo, es como si bebiéramos un tónico que alivia las tensiones internas, nos ayuda a calmarnos y a encontrar apoyo. Sin embargo, en muchas ocasiones esta catarsis no será suficiente para sentirnos en paz, en ese caso será necesario escuchar y gestionar la información emocional, aunque a veces no nos guste.
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Buscar las necesidades: Uno de los orígenes de la emoción son las necesidades, por lo que podríamos decir que las emociones cumplen su papel cuando nos ponen en contacto con aquello que necesitamos. Al otro lado de la emoción encontraremos una necesidad que fue (en el caso de las emociones positivas) o no fue (en el caso de las emociones negativas) satisfecha. Decía Quevedo que no hay gusto más descansado que después de haber… y todos estaremos de acuerdo en que cuando saciamos una necesidad, como comer, los sentimientos que nos invaden son de satisfacción y alegría. En el caso de las emociones negativas, estas nos informan de que existe una necesidad insatisfecha. Un claro ejemplo de ello es la frustración que surge de no haber conseguido un objetivo propuesto; o el enfado que aparece cuando sentimos que alguien nos invade, es decir, cuando alguien pone en peligro nuestra necesidad de intimidad o de estar en soledad.
Como vemos, las emociones no son el opuesto de la razón, de hecho, son el complemento perfecto. Sentir nos indica lo que es importante atender en cada momento, facilitando que comprendamos cómo nos afecta lo que está sucediendo y así pensar en soluciones precisas que satisfagan nuestras necesidades. Hemos dicho también, que las emociones permiten que nos entendamos a través de la empatía y que así podamos tener en cuenta nuestras necesidades y estrechar más fácilmente lazos sociales y afectivos. Queda mucho por saber acerca del funcionamiento y el uso de las emociones, la ciencia tiene su ritmo, pero si podemos aventurarnos a sacar alguna conclusión general sobre los avances que la psicología de la emoción lleva décadas realizando es: que tan necesario es sentir para pensar mejor, como lo es pensar para sentirse mejor.