La resucitación del Verbo

BD el amor

     Amor es una palabra desgastada, a veces chirriante, y no es por desuso que flojea, de hecho las palabras se desgastan cuando dejan de usarse, como si al no ser dichas quedaran expuestas a la erosión, a la intemperie; no es este el caso, amor es una palabra dañada por el mal-uso, que ha visto profanada su singular sacralidad, está mal-dita, mal-decida; y su mal-dición, es un hechizo que afecta con profundidad a nuestros corazones. Este conjuro es una treta lingüística, un fraude común escondido tras las cortinas de la cercanía, en la normalidad heredada del lenguaje materno. Un engaño que también ha sufrido la palabra ser, confundiendo a múltiples generaciones en el tránsito de vivir. ¿Cuál es esta mal-dición que tanto nos afecta? La desacralización del verbo.

     Hace tiempo que el verbo cayó del cielo, arrastrado por el proceso desmitologizante de la razón; y al tirarlo lo cosificamos, lo hicimos asequible, lo materializamos y le dimos cuerpo. Si en la metáfora cristiana Dios se hizo hombre en Jesús, así el verbo se hizo nombre en nuestras lenguas. El verbo se nominaliza, se nombra en vano y así, poco a poco, se va ahuecando, empequeñece y se detiene. Una vez paralizado, perderá toda su potencia, su capacidad creadora, presentándose como un objeto que al fin puede ser asimilado por nuestra mente, es decir, comido, como el cuerpo de Cristo, por nuestra razón analítica. Esta forma de pensamiento, tan sofisticada y productiva, no soporta la divinidad dado que no puede abarcarla; en su im-potencia sufre y, puesto que aún es joven, reacciona con un arrebato violento: quiere negar sus límites eliminando la luz que se los muestra, desea matar. La mentalidad emergente no soportó a un Jesús que hubo de morir asesinado en la cruz, mas aquí el cristianismo mantuvo a salvo un mensaje bellísimo: Jesús resucita.

     Resucitar es una tríada, una palabra trinitaria si se quiere ver así: re- es volver a hacer algo, -su- proviene de -sub que indica que algo está abajo y -citar deriva de la raíz latina ciere que viene a significar poner algo en movimiento. Re-su-citar es hacer que algo que estuvo en movimiento y que en algún momento se detuvo, vuelva a moverse, imprimiendo una fuerza desde abajo, haciendo que se levante.

     Hicimos caer al verbo para que fuera mundano, detuvimos su movimiento, lo encarcelamos en la corporeidad material del nombre para inspeccionar su naturaleza a través de la disección, dividiéndolo en múltiples partes bajo la pretensión de atravesar su costado con la lanza de nuestro intelecto; y en este mismo acto lo aniquilamos, matamos al verbo hecho nombre. De esta manera tiene lugar el sacrificio del nombre, el hijo del verbo se entrega para poder resucitar a su padre, es decir, para devolverle su genuino movimiento, alzándolo desde la mundanidad hacia una nueva divinidad. El verbo recupera así una sacralidad renovada, desprovista, tras bañarse en los mares de la tierra, de la ingenuidad crédula e infantil de sus principios. Es esta una sacralidad madura, laica o, si se prefiere, divinamente atea.

     Sacrificio y resucitación, es la receta para superar el desgaste del amor, para eliminar la mal-dición de nuestros corazones: matar al nombre para que regrese el verbo, porque el amor no existe, es un artificio, un disfraz del lenguaje; no hay tal objeto llamado amor que podamos dar o recibir, lo que existe es amar, como acción, como movimiento. De la misma forma que no existe la vida sino vivir; ni tampoco el ser, que no es más que el verbo (ser) crucificado como nombre en el artículo (el) sin haber aún resucitado. Librado de su cruz, el amor nos otorga la ben-dición de Amar.

David Álvarez Carretero,

en Valladolid, siendo el vigésimo y quinto día del segundo mes,

dos mil diez y seis años después de Cristo.