Dedicado a mi amigo Samuel.
Decía Ivan Illich que la escuela es la institución que se encarga de iniciar a las crías humanas en la sociedad del consumo; yo pasé por esta institución y allí aprendí el rol pasivo del consumidor en el que todo me venía dado desde fuera, así recibí lo que la institución consideraba que debía conocer a los tres años, a los siete, a los once, a los veintidós… y fui adiestrado en cómo debía comportarme (sobre todo en cuanto a relaciones de autoridad y obediencia). Ante todo, en la escuela aprendí a dejar en manos de otros (las autoridades competentes) la responsabilidad de mi vida, de tal forma que las instituciones quedaban encargadas de generarme y administrarme mi educación, mi salud, mi puesto laboral, mi protección, mi justicia, mi ocio, mi cultura, mis conocimientos… me convertí en un ser dependiente, con mis capacidades castradas y conducidas hacia un área concreta que debía escoger de entre las posibles ofertas educativas y en la que debía especializarme. Mi especialización me llevaba a consumir un tipo de puestos de trabajo, dentro de un mercado laboral escaso que me obligaba a competir con quienes había compartido gran parte de mi formación. Pero ese puesto me garantizaba mantenerme dentro del circuito de consumo y gracias a él accedía a todo aquello para lo que no era competente: comida, educación, salud, ocio, justicia, protección, conocimiento, política…
No me fue fácil reconocer esta situación y aceptar su existencia, más difícil aún fue revertirla y comenzar a retomar la responsabilidad de mi vida, recuperar mi capacidad generadora y ejercer mi poder creativo.
Hace poco, mi amigo Zakaria Wakrim, tras realizar un trabajo fotográfico viajando por mi tierra, me contaba una de las conclusiones de su viaje, me hablaba que veía cómo habíamos capitalizado lo inmaterial, por ejemplo, cómo hemos transformado las mismas relaciones en un acto de consumo. Aquí consumimos amigos, hemos generado amplios mercados (redes) en los que encontrar con facilidad y velocidad nuevos amigos, parejas sentimentales, parejas sexuales… gracias a la inmediatez del consumismo (lo que quiero lo quiero ya, aquí y ahora) puedo decir que hay relaciones de usar y tirar: un noviazgo puede ser una cosa de un abrir y cerrar de ojos, en cualquier momento puedo prescindir de una pareja y encontrar otra, lo mismo ocurre con las amistades… De esta manera no tengo que esforzarme, no he de mirarme al espejo del otro para encontrar lo que hay en mí que haga que una relación no esté funcionando, no tengo que acomodarme al otro que tengo enfrente cuando puedo cambiarlo por otro con suma facilidad, por lo tanto nada me obliga a recorrer ningún camino y recoger la experiencia del viaje porque puedo llegar directo al destino y encontrar aquello que deseo. Esto es el consumo, saltarme el camino.
Un ejemplo claro es el fenómeno del turista, alguien que empieza su viaje directamente en el destino, en el final, en el lugar de llegada. Si quiero ir a París no camino de Valladolid a París, no hago un recorrido intermedio sino que lo suprimo, tomo un avión, un tren o un coche que recorre por mí el camino, llego al destino en unas pocas horas que, además, aprovecho para distraer mi atención en una pantalla, y al llegar me siento satisfecho de estar ya en mi destino y entonces… entonces paso a buscar otro lugar pues una vez he llegado ya no me queda nada por hacer, sólo cambiar de destino, llegar a otro lugar (no ir, llegar). Subir a la cima de la montaña en helicóptero, hacer unas fotos en lo alto y bajar otra vez en helicóptero no generará una satisfacción muy duradera, no habrá una experiencia larga que rememorar y de la que aprender; en cambio, la gran satisfacción de subir a la cima escalando por mi cuenta, con el esfuerzo que eso supone, el afrontar las dificultades, lidiar con la incertidumbre de no saber si será alcanzable y aún así continuar adelante, nunca podrá ser comparable con esta escasa experiencia que es llegar sin esfuerzo, sin recorrido, sin hacer camino. Satisfacer quiere decir hacer (facer) lo suficiente (satis), es decir, para sentirme satisfecho !tengo que hacer¡ y consumir es lo contrario de hacer: hacer es generar; consumir es agotar. Sin creatividad no hay acción, sin acción no hay satisfacción. Vivo en la sociedad que dice ser la que “más tiene”y es la más insatisfecha; no puede ser de otra manera, mantener una sociedad basada en el consumismo requiere un gran agujero de insatisfacción que re-llenar. Esto dificulta encontrar personas que afirmen con serenidad que su vida tiene sentido.
Hace tiempo, cuando descubrí que me estaba saltando el camino, me di cuenta que eso implicaba la imposibilidad de que mi vida tuviera sentido, porque cuando miraba atrás y no había camino… ¿cómo sabía en qué sentido me desplazaba? ¿Avanzaba o retrocedía? Toda dirección tiene dos sentidos en los que puede ser recorrida, uno de ida y otro de vuelta. Cuando empecé a hacer mi camino comencé a saber hacia dónde iba y hacia dónde volvía. Cuando me saltaba el camino estaba perdido y lo peor era descubrir que, al principio, no sabía retomarlo ¿cómo se hacía un camino? ¿Cómo se daba sentido a la vida? Esto era terrorífico, y ahora entiendo aquellas ocasiones en las que preferí distraerme, mecido en el embriagador alcohol de las pantallas y dejarme llevar…
Leyendo a Mircea Eliade y Joseph Campbell conocí que antiguamente (y quizá aún en algunos grupos humanos) existían rituales que nos iniciaban a la vida adulta y nos hacían tomar conciencia de que dejábamos de ser niños y niñas. En el caso de las niñas ese punto lo marcaba la propia biología y estaba ligado a su capacidad reproductiva, por lo que cuando la niña entraba en su etapa fértil se le mostraban los misterios femeninos de la creación, la fertilidad, la nutrición, la conexión con la Gran Madre. En el caso de los niños que no tenían este punto biológico tan claro, los adultos hacían ceremonias en las que los infantes eran raptados de los brazos de sus madres por los dioses (hombres enmascarados), que los mataban y enterraban para darles luego un nuevo nacimiento, su nacimiento a la vida adulta y, por lo tanto, la iniciación en los misterios de la existencia y los roles culturales. Hasta esos momentos ser niño o niña era ser alguien que sobre todo recibía, se le daba protección, se le daba alimento, se le daba conocimiento y a cambio obedecía a sus mayores. La adultez significaba un cambio de enfoque, era el paso de recibir protección a dar protección, de recibir el alimento a generar y dar alimento, de recibir el conocimiento a generar conocimiento y transmitirlo, en otras palabras, la adultez llegaba cuando la habilidad de recibir se equilibraba con la capacidad de dar, y para dar algo hay que haberlo generado antes, hacerlo, crearlo. La adultez es pues una toma de poder, un encuentro con la capacidad que tengo para hacer por mí mismo y por los demás (dar) lo que está en mis manos, es pues un regreso hacia mí mismo para encontrar mi propia guía de lo que he de hacer, del camino que he de seguir. Cuando un verdadero adulto envejece se hace sabio, alguien digno de escuchar, una persona valiosa por sí misma (no por sus méritos productivos en una sociedad industrial) y para la comunidad; una fuente abundante de la que beber. En nuestra época quien alcanza la (ansiada) jubilación pasa a ser un simple viejo, una carga, alguien que carece de valor social (por ser ahora improductivo), al que nadie está interesado en escuchar, para terminar como un hiperconsumidor de salud que desea retrasar al máximo su llegada al último destino.
Y aquí quería yo llegar, vivo en una sociedad que tiende a mantenernos infantiles, niños y niñas eternos, en la que los adultos han sido suplantados por instituciones. Veo a mi alrededor niños de treinta, cuarenta, sesenta, ochenta años y pocos adultos. Los adultos son personas que al recorrer el camino entran en sazón, maduran y regresan hacia sí mismos para encontrar su camino, sus valores y tomar posición en el mundo; se convierten en personas que no sólo buscan ser queridos sino que son capaces de querer; personas que no sólo buscan recibir sino que son capaces de dar; personas que alimentan su (sagrado) poder creativo y que son capaces de generar, de hacer y por ello encontrar satisfacción y sentido en su vida. Parece difícil encontrar adultos en mi tiempo, sobre todo porque desde los dieciocho años todos parecen alcanzar este estatus de forma automática, y este disfraz legal me dificulta entrever quiénes han alcanzado en realidad cierto grado de madurez, de dulzor al fin y al cabo. Aunque también tengo la suerte de haber contado, y seguir contando, en mi vida con verdaderas personas adultas, y he podido probar que la mejor manera de averiguar cuándo estoy frente a un verdadero adulto es observar cómo su presencia potencia mis capacidades, cómo sus convicciones favorece el desarrollo de mis propias convicciones, cómo su compañía y su compartirse alimenta y nutre mi corazón.
La adultez no es suculenta y deliciosa por ser escasa, sino por ser la sazón de la vida.
David Álvarez Carretero, en Valladolid,
habiendo pasado dos mil diecisiete años, un mes y díez días
del nacimiento de un tal Jesús llamado Cristo.